Mi padre murió de manera definitiva poco después de que Kei y yo tomáramos la decisión de separarnos. Mi segunda e inmensa separación. Nos separamos por una razón principal. Igual que a veces enciendes la luz de un baño y ves cucarachas que corren a esconderse, un día encendimos la luz de nuestra relación y le vimos la cola a la tristeza. A veces adiós es una forma de decir te quiero, escribí para ella en una canción que aún apenas nadie ha escuchado. Lo complicado de querer es distinguir qué es lo que quieres. No repetir cuánto, ni a quién, ni hasta cuándo, sino qué, qué es lo que quieres cuando dices que quieres.
Si ganas es porque los otros son peores, no por mérito. Vicente siempre lo explicaba. Uno triunfa no por su genialidad sino por su menosmalidad. Por ser menos malo que los otros.
Me sorprendía en mitad de las entrevistas cuando contaba que el maletín de maquillaje de la señorita Pepis de sus hermanas había sido su juguete favorito en la infancia, o que el mayor avance de los derechos de la mujer lo habían provocado la folclóricas. Rocío Jurado, Lola Flores, Marifé de Triana o María Jiménez, porque le cantaban al macho español fóllame, pero fóllame bien de una puta vez. Ése es el único tema de sus canciones, decía, y con ello lograron que el orgasmo femenino alcanzara la misma consideración que el masculino.
No haberte dicho que no importaba,
que la vida es sombra, que todo pasa,
que sólo tenía lo que tú me dabas,
escribiría veinte años después en una canción para ella, porque las canciones son cartas nunca enviadas, que se pudren en el bolsillo, como las cosas sin decir se pudren en el corazón y te hacen daño.
Me sugirió la habitación del Hotel Mónaco, cerca del centro, la número doce, que aún tenía el baño visto y unos frescos pintados en el techo y se alquilaba por horas. Pese al ambiente propicio, a Nuria no le dilataba la vagina y la situación nos sumió en una impotencia algo absurda en la que lo máximo que llegué a ahondar con mi pene entre sus piernas fueron unos milímetros descorazonadores. Ella repetía, acosada por la culpa, soy un desastre, soy un desastre, y yo dejaba que me masturbara a modo de compensación por el gasto hotelero. Por entonces yo era incapaz de entender una chica, acogerla, ayudarla, sólo aspiraba a una satisfacción unipersonal, saciada y urgente.
Según él, por eso me gustaba a mí tanto cantar "The night they drove old Dixie down" para soltarlo todo en el na, na, na del estribillo, del resto de la letra no entiendes ni una puñetera cosa, pero ese na, na, na lo dice todo, lo cuenta todo. Era una teoría disparatada, pero no me merecen respeto las teorías que no son disparatadas.
Lo que más dolió no fue la bofetada. Dolieron los dieciocho años aguantándole, estar muerto de calor mientras mis dos mejores amigos andaban en Londres, donde yo tendría que haber estado con ellos. Dolió porque yo soñaba con estar subido a un escenario, convencido de que mi destino estaba frente a un público entregado que coreara mis canciones y no comprándole ajos y pimientos a Concha, la prima de Consuelito la de Vargas el bodeguero. Dolió porque fueron testigos de la bofetada tres chavales que cruzaban en bici y se rieron con un toma hostia. Dolió porque me obligaba a alejarme de él, tenía que hacerlo, así que eché a correr en dirección contraria tras abandonar sus carteras en la acera. Y lo que más dolió fue saber que ya no habría más broncas entre nosotros, que aquélla había sido la última.
Fue a Gus al primero que oí utilizar el término vainilla para definirme a mí y a aquellos que no querían aventurarse en experiencias sexuales o lisérgicas atrevidas y novedosas. Vainilla es el que entra en la tienda de helados y elige siempre el mismo sabor, conservador y previsible, vainilla.
De pronto, entra en incandescencia, apaga la música de la furgoneta y dice: hay que estar contra la pareja, contra la paternidad, contra la patria, todo eso son enemigos de la libertad. La única institución que el hombre debe respetar es la amistad, porque la amistad nace de la generosidad. La familia, en cambio, se asienta en la posesión, en la protección, en la diferencia.
Pero si en la vida al final todo chocaba contra el absurdo de la decrepitud y el olvido, me preguntaba, ¿para qué todo el esfuerzo? Me sorprendí follando varias veces con el desafío vengativo del que folla contra la muerte, la enfermedad, el olvido. Uno folla a veces contra el mundo. Follaba contra el amor y follaba contra la pareja y follaba contra el compromiso. Y follaba contra tantas cosas que a veces no follaba a favor de nada.
Volví al hotel y me hice una paja. Tuvo un efecto demoledor, similar al que habría tenido descubrir que había sido retransmitida por el canal más visto de televisión. Me sentí sucio, estúpido, acabado. Y culpable.
Puede que él no se diera cuenta de que el amor provoca gestos desesperados, una delincuencia emocional donde todos nos traicionamos y asesinamos entre nosotros sin maneras de criminal, con un buen sentimiento catalizador tan fuerte que justifica la miseria moral.
Había descubierto un lugar propicio para comer algo, cerca del centro, un bar en el que se fumaba y bebía, con una puerta de madera sin letreros que daba a la calle y de la que observé salir un hombre bamboleante la primera vez que pasé por delante. Los viejos borrachos son el mejor reclamo para la calidad de un local, como los camiones aparcados en los bares de carretera de España, igual que los entendidos saben que en las mesas junto a la cristalera las raciones de los restaurantes son más generosas.
El hecho de que nuestra hija no llegara de una decisión meditada, sino en un estado de transición entre vidas, entre continentes, me ayudó a percibir que las personas nacen como nace una canción, que suena de pronto. No naces bajo un cálculo, sino en una cascada de accidentes y azares, lo que debería ayudarnos a vivir con mayor levedad y no lo contrario. Las raíces se convierten en algo primario, porque nos atornillan al mundo. Pero las raíces no dejan volar.
Nunca puedes conocer del todo a alguien, por más que convivas y tengas hijos, si no compartes el idioma. Los secretos de Kei siempre fueron insondables para mí, como ella nunca supo del todo lo que sucedía en mi cabeza. Fabriqué un amor perfecto para mis necesidades, romántico y poderoso, lleno de generosidad y en ocasiones hasta de riesgo. Amor que se consolidó con dos hijos en una lazada. Fuimos felices, divertidos y apasionados, pero nunca nos conocimos del todo. Yo inventé a Kei en mi cabeza y ella me inventó a mí, aprovechando la ignorancia de nuestros pasados, de nuestros idiomas.
Levantó el puño para que se lo golpeara con mi puño. Le gustaban esos gestos entre infantiles y pandilleros. Le gustaba esta idea de fidelidad. Rocé sus nudillos con mi puño. Él sonrió orgulloso, satisfecho, como si en el chocar de nuestros puños se resumiera todo lo que significábamos el uno para el otro. Amigos nada más, el resto es selva.
Tierra de Campos
David Trueba